Nuestro progreso ha valido la pena: a través de mucho tiempo y sacrificio, a través de incontables misiones o campañas en línea, después de haber vencido a cien monstruos colosales o a mil rivales, entre guerreros y magos, entre bestias y dragones, pero todos ellos avatares de nuestros hermanos, gente como nosotros; nuestro personaje, antes un blandengue, un Link genérico cualquiera, ha conseguido una de las mejores armaduras, sabe rezarle al sol para que caiga la purificación sobre sus enemigos, tiene dieciséis monturas y treinta y dos mascotas, en su arsenal tiene una colección de armas doradas, los atributos de fuerza están en el máximo y ni siquiera los dioses pueden tocarlo. En los pasillos de Nintendo, de Blizzard o de Bungie, hay gente que susurra tu nombre porque siguieron tus aventuras y tu progreso desde el mero inicio.
Pero no se queda ahí, en el mundo real, o en el mundo del juego, ¿realmente importa? Cuando andamos por la plaza del pueblo, las muchachas suspiran y los caballeros se arrodillan de inmediato, en respeto a nuestra genialidad, nuestra grandeza. Avientan flores para armar tu camino, levantan pancartas de “hazme un hijo” y arrojan centenarios para celebrar tus actos. Tu nombre ha quedado grabado en los créditos finales, en la maquinita Pokémon que tiene grabados los nombres de los entrenadores más valientes, sesudos y tenaces. Se contarán historias de tu largo viaje, o de tu speed run, o de tus andanzas en Twitch, o de los trucos que descubriste y pocos más encontraron, o jamás encontrarán, antes del parche que borre todo ese potencial. 999 horas después, cierras el juego, regresas a la vida ordinaria y piensas, quizás, a dónde ha ido todo ese tiempo, y si alguna vez querrás volver a ese lugar.
Después de todo, la vida no espera. Hay obligaciones, aprendizajes, responsabilidades. Apagas el juego y tienes una familia a la cual regresar, una pareja a la que te gustaría ver, un perro a quien cuidar. Debes dinero, hay cuentas. Mañana tienes qué ir al súper porque el refrigerador está un poco desierto. Tienes tarea qué hacer, unos dos, cinco o seis ensayos y otras tantas ilustraciones más; el prototipo de un proyecto final; investigaciones qué leer para ingresar a una maestría; un curriculum qué preparar para ingresar al trabajo que siempre has soñado. Y si la cosa no es así de importante, de todas maneras es inevitable: hay ropa qué lavar, un coche qué arreglar, una bicicleta qué desempolvar, sueño qué recuperar después de todos los desvelos y la intensidad de la vida. Nadie puede evitar el cúmulo de pequeños accidentes y responsabilidades que llamamos cotidianidad. Ojalá tuvieras bendiciones, hechizos, armaduras y dioses a quienes acudir como en aquel juego.
Pero los tienes. Joseph Campbell, psicólogo y el señor a quien debemos el viaje del héroe, decía: “Todos los dioses, todos los cielos, todos los infiernos residen en tu interior”. ¿Acaso son los juegos una activación de un sentimiento profundo? ¿Un estado primitivo e ineludible de nuestra naturaleza? ¿Por qué los lobos, los gatos, los pulpos y un sinfín de animales que parecen no tener una relación con los humanos, no solo se dedican a las tareas de su supervivencia, pero también suspenden sus vidas rutinarias para jugar con otros sujetos? ¿Es necesario el juego? ¿No fue gracias al juego que entendimos podemos ser poderosos? ¿No fue gracias al juego que nos hemos revitalizado lo suficiente para regresar pacíficamente a nuestra vida?
Antes de pensar en respuestas para estas preguntas que parecen importantes, muy serias y definitivas, discutiremos un poco la teoría de Richard Bartle, creador de MUD, y quien identificó cuatro arquetipos base en los jugadores: los asesinos, los ambiciosos, los sociales y los exploradores. Estos arquetipos son muy utilizados hoy en día, entre académicos, desarrolladores y creativos de publicidad y agencias, para definir estrategias de mercados y promover ciertas mentalidades competitivas. Hay propuestas que dividen aún más a estos arquetipos, otros que han identificado otros arquetipos base. Pocos descartan la taxonomía de Bartle, ya que puede ser de gran utilidad para guiarnos en la creación de objetivos, historias y misiones. Lo curioso es que no aplica solamente a los mundos virtuales, pero también a la vida real. Todo lo que tenemos frente a nosotros, de algún modo, puede ser interpretado como un juego si tenemos los elementos y la mentalidad correcta. La publicidad, las empresas, la academia e incluso el gobierno cuentan con que nosotros seguiremos estas reglas invisibles para desarrollar, cada uno, su propia versión del juego de la vida, de acuerdo a sus alcances, habilidades y recursos. Hablaremos de algunos ejemplos, como cuando la Pepsi intentó regalar un millón de pesos en Filipinas y 800,000 personas sacaron el número ganador.
Cada uno de nosotros puede considerar que tiene porcentajes de estos arquetipos, pero hay otras dos figuras muy curiosas, parece que ambos pueden ser extremos de un jugador experimentado. Una es el empowerment, cuando somos débiles, ingenuos o estamos inseguros, podemos usar los videojuegos para sentirnos poderosos y trasladar algunos de estos atributos a nuestra vida diaria. La otra que debería llamarnos la atención es la ludopatía, entre apostadores cínicos y naturalezas retorcidas que no pueden disfrutar del día a día sin una apuesta que los haga encender su naturaleza: ¿qué sucede cuando vivimos para el juego cuando antes sólo jugábamos para vivir? ¿Es ético desarrollar historias y entornos que no permitan dormir a los jugadores y los coloquen en situaciones desesperadas, extremas? ¿Y qué pasa si nuestros empleos dependen de ello?
Propósito
- Tomar nota del tipo de jugadores que podría abordar nuestro juego.
- Reflexionar sobre los actos de una persona cuando juega y el tipo de personalidades que genera alrededor de estos entornos lúdicos.
- Compartir anécdotas sobre cómo el juego ha servido para hacernos más poderosos, pero también para hacernos más vulnerables.
Temario
- Tipos de jugadores de acuerdo a la taxonomía básica de Bartle.
- Juegos en la vida real: los karmapuntos y la academia. La ludificación.
- Empowerment o, como dicen los enfadosos, empoderarse.
- Ludopatía.